HOZ SOMERA
Después de un desayuno que siendo escaso en la definición
podría calificar como opíparo, cogió su mochila, comprobó que llevaba todo lo
necesario y salió a andar. No tenía pensado ningún recorrido, todos los lugares
a los que pudiera llegar caminando le eran especiales y conocidos por igual.
Optó
por la pista que llevaba hacia El Pozuelo, siguiéndola tenía más posibilidades
de disfrutar del paseo, y por alguna razón sentía una especial atracción por
ese camino.
Al
pasar junto al cementerio, que quedaba unos metros por debajo del camino, no
pudo evitar mirar hacia las tumbas y acordarse de sus muertos, los familiares y
los amigos, podía identificar las lápidas, y se paró a fumar un cigarro, evocando las enseñanzas de su abuelo, los paseos con Ana, o el día en
que el tío Perico le pilló cogiendo peras en su huerto.
Siempre
igual, cada vez que veía el cementerio le invadía la nostalgia, así que apagó
cuidadosamente el cigarrillo y siguió su camino.
Al
entrar en el bosque sacó la cámara de la mochila y la preparó.
Decidió
abandonar la pista y tomar el camino de la Hocecilla, que en algunos tramos se
perdía, pero podía orientarse siguiendo el curso del arroyo.
A
medida que se aproximaba a la Fuente de las Losas, se puso tenso y adopto un paso
más cauto, quizá tuviera suerte y hubiera algún animal bebiendo, montó el
teleobjetivo y se acercó con sigilo, pero no hubo suerte, ya era tarde, quizá a
la vuelta...
Subió
a la Peña de los Lirios, en esa época era todo un espectáculo, las flores que dan
nombre al risco estaban en flor, poniendo una nota azulada en el verde del
prado, tomó unas cuantas fotografías de los lirios, e incluso tuvo suerte y en
uno “capturó” un abejorro libando de la flor, la gama de colores era
espectacular, esa seguramente la pasaría a papel y la ampliaría.
Siguió
hacia Los Castillejos, se sentó al lado de El Vigía, y allí, se fumó el segundo
cigarro, vertiendo un poco de agua en la roca para apagarlo.
Ese
era su momento especial, sentado al borde del abismo, a solas con sus
pensamientos, acompañado por el ruido del viento entre los pinos, el lejano
rumor del arroyo que discurría a bastantes metros por debajo de él, y por el
ocasional grito de una rapaz (no sabría decir cual, nunca las supo distinguir).
Tenía
una curiosa manera de describir la belleza de un paisaje: -"Es para poner la mente en blanco y
fumarte un paquete de tabaco sin pensar en otra cosa que “¡joder, que guapo!”-.
Estaba
en un lugar que le daba para acabar con las existencias de la Tabacalera, y
tenía cuanto necesitaba, su nueva cámara digital, con una tarjeta de recambio,
una botella de agua, dos paquetes de tabaco, y tiempo, mucho tiempo.
A
medida que el sol iba calentando las paredes de la hoz, los buitres se lanzaban
a volar sin apenas batir las alas y perdiéndose de vista en las alturas en un
instante.
Disfrutaba
viéndolos volar, y se preguntaba cómo era posible que un bicho tan feo pudiera
tener un vuelo tan majestuoso.
De
repente sintió un calambrazo en su interior, una sensación como si hubiera
visto una imagen por una fracción de segundo, y sonrió...
Acababa
de descubrir que no era la nostalgia lo que le unía a aquel lugar...
Aquel
lugar formaba parte de su ser, de sus raíces, y sentía que el formaba parte de
aquel lugar.
No,
no era nostalgia lo que sentía, era la sensación de estar en un lugar al que
pertenecía.
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